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I. Introducción

Uno de los elementos clave en el análisis del imperialismo es la cuestión de la degradación ecológica, vinculada con cada una de las divisiones que afloran en un sistema capitalista mundial donde gran cantidad de Estados se encuentran permanentemente compitiendo entre sí tanto de forma directa como por medio de sus corporaciones financieras e industriales por el control —o, mejor dicho, saqueo— de los recursos (casi siempre ajenos), en el marco de una jerarquía que supedita al centro (o metrópolis) la periferia. En el presente artículo, trataremos de abordar de qué manera se expresan las relaciones de dominación del ser humano sobre sí mismo y la naturaleza tras abandonarse el modo de producción feudal, las consecuencias devastadoras del calentamiento global sobre los sectores poblacionales más vulnerables, la negligencia de los organismos internacionales a la hora de proponer un modelo legal 

vinculante que reconozca el estatus y asegure la supervivencia de las personas desplazadas por riesgos o peligros ambientales en los países de acogida, el planteamiento de alternativas absolutamente desconectadas de la realidad de algunos bienintencionados librepensadores, y los principales reproches que se pueden formular desde una perspectiva antiimperialista a la agenda político-económica de los regímenes neoliberales en materia climática.

II. Deriva imperialista de la escisión metabólica

Al hilo de lo que veníamos sugiriendo en la introducción, convendría abrir este epígrafe haciendo referencia a las transferencias de valor económico que caracterizan los lazos de dependencia interregionales de cara a trazar una breve genealogía del primer punto que nos hemos comprometido a desarrollar. Pues bien, dichos nexos llevan asociados unos flujos ecológico-materiales que contribuyen, simultáneamente, a la transformación de la relación ciudad-campo (de modo similar al expuesto por Marx en La ideología alemana), por un lado, y de ecosistemas enteros a través de los movimientos masivos de mano de obra (capital humano) por los esfuerzos laborales que exigen las tareas de extracción y transmisión de recursos. Todo ello, además, implica necesariamente el aprovechamiento de las debilidades¹ de determinadas sociedades para garantizar la viabilidad del dominio imperialista (Foster & Clark, 2004: 232) en un proceso autopropulsor de acumulación de capital donde el excedente de una fase pasa a ser un fondo de inversión para la siguiente, según nuestros autores.

 

Verbigracia, si examinamos la situación en Gran Bretaña, podremos apreciar que se produjo, en primer lugar, una enajenación de las tierras (a menudo por cauces violentos) que previamente pertenecían al campesinado (poniendo en pie cercamientos), y, posteriormente, la revocación de los derechos colectivos y usos que tradicionalmente se les habían conferido, resultando en el traspaso de la propiedad de los medios materiales de producción a un grupo feudal que delegaría sistemáticamente en esos mismos individuos todas las labores de la tierra sin llegar en ninguna instancia a participar en ellas y concentrando toda la riqueza disponible gracias a este nuevo monopolio. La pobreza que se generalizó entre la población rural consagrada a dicha actividad laboral forzó un éxodo hacia zonas urbanas donde la oportunidad de obtener un puesto como trabajador asalariado daría lugar al surgimiento del proletariado industrial que el desarrollo del modo de producción burgués requería. Como sabemos, el ejército de reserva que constituían quienes quedaron al margen de los abusos del contexto fabril resultaba útil para rentabilizar aún más la producción gracias al mantenimiento de los salarios en niveles ínfimos. En este sentido, se hace evidente el nexo que subyace a este proceso entre la alienación de la naturaleza y la explotación inter (piénsese en el estado actual de la industria ganadera, con las macrogranjas y demás brutalidades) e intraespecie (esto es, entre seres humanos).

 

Pues bien, habiendo aclarado todo lo anterior, convendría ahora pasar a la cuestión de la escisión metabólica como concepto fundamental para arrojar luz sobre un lado más bien desconocido del pensamiento de Karl Marx, desarrollado a raíz de la preocupación por el impacto pernicioso que tenía la exportación y conversión de nutrientes esenciales para la tierra (nitrógeno, fósforo, y potasio), primero en alimentos, y luego en desechos contaminantes de los habitantes de las ciudades, a una distancia del terreno original donde debía ser devuelta inusitada hasta la fecha (Foster & Clark, 2004: 233), entendiendo, en consonancia con Justus von Liebig, que hasta la forma más avanzada de producción agrícola capitalista de entonces [...] no era más que un sistema de robo cuyos efectos tenderían a intensificarse ad infinitum si no se optaba por implementar una nueva ley reguladora de la misma con la cual fuera posible restituir el orden natural previo.

 

Por otro lado, hemos de notar lo siguiente: «El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en un coto de caza de esclavos negros», declara Marx, «son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista». Ciertamente, el método materialista histórico de análisis nos ofrece las herramientas necesarias para entender que, una vez tenidos en cuenta todos los datos disponibles, el desarrollo europeo no pudo haberse fundado exclusivamente sobre el «comercio a gran escala» o la sofisticación de ciertas fases de la producción agrícola, sino que, muy al contrario, una de las variables determinantes del mismo lo constituyó, en primer lugar, el genocidio y sometimiento indígena, indispensable para suprimir o inhibir preventivamente cualquier acto de resistencia autóctona ante el curso de pillaje generalizado que los invasores habían diseñado con el objetivo de transformar en capital todas aquellas riquezas del continente americano que cupieran en nuestros navíos; seguidamente, se enfatizó la importancia de forzar la creación de monocultivos comercializables (como la sal, el opio, o el betel en India, o el café y el azúcar en Centroamérica²) para su exportación al Viejo Mundo, siendo precisamente esos nuevos esclavos los encargados de hacerlos brotar con su sangre, sudor, y lágrimas: cuanto más desea un producto en el mercado mundial, mayor es la miseria que lleva a los pueblos latinoamericanos cuyo sacrificio lo crea, que diría Eduardo Galeano (Foster & Clark, 2004: 234).

 

Igual de serio y preocupante es el hecho de que esta dependencia, inicialmente unilateral, paulatinamente iría dándose también en la otra dirección, aunque, como relatan nuestros autores, de un modo por entero artificial; ello, al menos, si valoramos con actitud crítica la carrera occidental por el guano y el nitrato, que tanto daño infligió sobre las relaciones entre Perú, Chile, y Bolivia, cuando Inglaterra hizo todo lo posible (guerra, guerra, y más guerra) por evitar el monopolio estatal de recursos que estimaba necesarios para sus industrias armamentística y agrícola. Tanto es así, que podemos apreciar un evidente antecedente de las tendencias actuales a tildar de dictador a todo aquel mandatario que pretenda liderar la liberación de su pueblo del yugo imperialista en la figura del presidente José Manuel Balmaceda, que acabó suicidándose en 1891 tras el conflicto civil financiado por inversores ingleses y extranjeros con la connivencia de sus respectivas embajadas (sin ir más lejos, el embajador británico llegó a redactar una carta donde expresaba que su comunidad no podía esconder «su satisfacción por la caída de Balmaceda, cuya victoria eventual hubiera implicado serios daños a nuestros intereses comerciales»; para ahondar tanto en este apartado de la historia como en lo relativo a la deuda ecológica, véase Foster & Clark, 2004: 236-246).

 

Respecto al caso del petróleo, un recurso codiciado con particular vehemencia en Occidente, Michael Perelman sugiere lo siguiente:

 

El origen de la maldición del petróleo no radica en sus propiedades físicas, sino más bien en la estructura social del mundo… Una base de recursos naturales tan rica convierte a los países pobres, especialmente a los relativamente más impotentes, en un blanco atractivo —política y militarmente— para las naciones dominantes. Las naciones poderosas no van a arriesgarse a que un recurso tan valioso esté bajo el control de un gobierno independiente, especialmente uno que podría perseguir políticas que no coincidan con los intereses económicos de las grandes corporaciones transnacionales. Por lo tanto, gobiernos que exhiben una independencia excesiva pronto son derrocados, aun cuando sus sucesores sostengan un ambiente de corrupción e inestabilidad política³.

 

Aunque podríamos abordar esta problemática desde múltiples frentes adicionales, hemos de renunciar a tal posibilidad por cuestiones de espacio, para, en su lugar, citar unas últimas críticas sagaces vertidas contra este estado actual de las cosas por la autora india Vandana Shiva (2004) en su magistral obra sobre ecofeminismo —a la que esperamos dedicar en un futuro próximo varias páginas de reflexión en virtud de su inagotable valor intelectual—:

 

La paradoja y la crisis del desarrollo provienen de la errónea identificación de la pobreza percibida culturalmente con la verdadera pobreza material, y la errónea identificación del crecimiento de la producción de mercancías con la mejor satisfacción de las necesidades básicas. En los hechos, hay menos agua, menos tierra fértil y menos riqueza genética como resultado del proceso de desarrollo. Como esos recursos naturales son la base de la economía de subsistencia de las mujeres, su escasez empobrece a éstas y a los pueblos marginados de manera inusitada. Este nuevo empobrecimiento radica en el hecho de que los recursos en los que se basaba su subsistencia fueron absorbidos por la economía de mercado mientras que ellos mismos fueron excluidos y desplazados por ésta.

 

Las corporaciones globales no sólo quieren poseer los recursos no-renovables como los diamantes, el petróleo y los minerales. Quieren poseer nuestra biodiversidad y el agua. Quieren transformar la esencia misma y la base de la vida en propiedad privada. Los Derechos Intelectuales de Propiedad (DIPs) sobre las semillas y las plantas, los animales y los genes humanos están destinados a convertir la vida en propiedad de las corporaciones. Al mismo tiempo que mienten diciendo que han «inventado» formas de vida y organismos vivos, las corporaciones también reivindican patentes sobre conocimientos pirateados del Tercer Mundo.

III. Desprotección de los refugiados climáticos en el sistema legal internacional.

En 1948, la ONU promulga la Declaración Universal de los Derechos Humanos, estableciendo por vez primera en un texto de trascendencia internacional que todas contamos con el derecho a pedir y obtener asilo en terceros países si podemos demostrar que nuestra vida corre peligro por persecución política. Tres años más tarde, a raíz de los flujos masivos de migración forzada que habían derivado del conflicto bélico mundial, cobra vigencia una Convención sobre el Estatus de los Refugiados, la cual continúa constituyendo a día de hoy un componente esencial del régimen de refugiados, si bien su formulación conceptual deja mucho que desear, a juicio de Berchin et al. (2017: 147). 

Por esta razón, determinados países han resuelto elaborar una definición autóctona en cada caso de cara a proveer de una protección subsidiaria a sus ciudadanos por medio de la inclusión del riesgo de ser sometida a tortura y pena capital y los peligros asociados a la guerra, los desastres medioambientales, y la falta de recursos naturales, entre otros, para luego realizar una distinción entre varias categorías de migrantes, desde los que se desplazan por motivos económicos, hasta los que lo hacen respondiendo a una situación humanitaria grave, y, en último lugar, los refugiados climáticos. 

Pese a que este último término fue popularizado por Lester Brown en 1970, no fue hasta 1985 que se dio comienzo al debate en torno al mismo, destacando sobre todo un artículo de E. El-Hinnawi para la PNUMA, en cuyas páginas se arguye que a la tal categoría corresponderían las personas forzadas a abandonar su hábitat tradicional de forma temporal o permanente a causa de una perturbación climática (sea ésta de origen natural o humano) que pone en peligro su existencia o afecta seriamente su calidad de vida, por ejemplo: sequías, terremotos, avalanchas, desertificación, deforestación, y disputas por la tierra o los recursos acuíferos, que pueden repercutir a su vez en las tasas de desempleo e inseguridad alimentaria. 

De este modo, se estima un incremento de hasta 150 millones en 2050 del número de refugiados ambientales, lo cual ciertamente representará una de las más graves crisis a afrontar en el presente siglo. Con todo, parece ser que nada de esto ha terminado de activar lo suficiente las alarmas de la comunidad internacional, pues a día de hoy las garantías legales específicamente diseñadas para los individuos victimizados por unas circunstancias que, en la mayoría de casos, no han contribuido a generar (pues el 85% procede de países pobres), continúan siendo más bien escasas, demostrando que, a menudo, los datos empíricos que componen los informes y análisis elaborados con la financiación de determinadas organizaciones han carecido prácticamente de efectos en lo que a la configuración de nuevas políticas gubernamentales respecta (al menos a juicio de quienes no nos sentimos satisfechas por los teatrillos oficiales que se montan de vez en cuando para calmar las aparentemente volubles ansiedades de las masas).

En la práctica, no se sabe a ciencia cierta qué ocurrirá en el futuro con los Estados en desarrollo de las pequeñas islas del Pacífico (como Kiribati y Tuvalu) y sus ciudadanos una vez los efectos de la erosión costera, el blanqueamiento del coral, los monzones (más frecuentes que nunca por los gases invernaderos), y las mareas tormentosas, en conjunción con su baja topografía, las tornen inhabitables (Berchin et al. 2017: 148), al menos atendiendo al hecho de que el desinterés interesado de las máximas autoridades ha permitido que se continúen calificando como movimientos migratorios ilegales los cruces de desplazados por estos riesgos, por ejemplo, desde Bangladesh hasta India, a pesar de constituir a todas luces la única vía de supervivencia que les queda (Berchin et al., 2017: 149). 

Asimismo, puesto que los desplazamientos tienden a producirse en la actualidad internamente a causa de tales restricciones, sus sujetos activos se verán a menudo sin acceso a bienes y servicios básicos como el agua potable o el sistema de alcantarillado, hacinándose en zonas insalubres con escasas oportunidades laborales y siendo más susceptibles a sufrir diversos tipos de victimización y hostilidades, sobre todo en el caso de las mujeres. Otra de las consecuencias negativas, por supuesto, tiene que ver con la pérdida de tradiciones, manifestaciones artísticas, y lenguas de los pueblos indígenas que habitan regiones apenas urbanizadas, si bien la superestructura capitalista se ha encargado de institucionalizar tantas dicotomías jerárquicas como fueran necesarias (Norte/Sur, Naturaleza/Cultura, Tradición/Modernidad) para desensibilizar a la humanidad con respecto a su autodestrucción (Brisman et al., 2018: 307-310).

 

Según Brisman et al. (2018: 301-302), a esta cruda realidad le acompaña otro siniestro fenómeno: la creación de enclaves verdes de lujo privatizados por parte de la burguesía transnacional y de los Estados con mayor riesgo de colapso ambiental, que suponen de facto el enriquecimiento de unos pocos a costa de la crisis ecológica global para aislarse de sus efectos (concretamente, la subida del nivel del mar) estableciendo un auténtico apartheid climático. Un ejemplo de ello sería la megaciudad Eko Atlantic en la Isla de Victoria junto a Lagos, en Nigeria, que se espera que albergue a las 250.000 personas más ricas de África —el 1%, la minoría privilegiada— gracias al apoyo financiero de algunos bancos, corporaciones, y políticos retirados, mientras dos tercios de la población sufre en sus propias carnes la pobreza más abyecta, hasta el punto de que ésta misma les previene de huir, condenándoles a una mayor marginalización (Brisman et al., 2018: 311-312). 

IV. ¿Qué soluciones propone el sector liberal ante las eventuales catástrofes naturales?

Algunos autores, como Justin P. Holt (2021: 2-4), han tratado de plantear soluciones en términos conciliables con el sistema capitalista recurriendo a teorías liberales como la de justicia distributiva de Robert Nozick, según la cual una persona tiene derecho a poseer algo si lo ha adquirido o se le ha transferido justamente, es decir, voluntariamente y sin fraude, coerción, o robo. En circunstancias normales, se considera injusta la redistribución que no resulta de un regalo o una rectificación, pero en condiciones de catástrofe, el derecho de posesión de las personas sobre sus propiedades puede ser neutralizado temporalmente para hacer honor a los derechos proclamados sobre el papel de los refugiados. En principio, habría de tener lugar un traspaso de los bienes de los que más tienen hacia quienes no poseen suficientes medios de acuerdo a una base de referencia hasta alcanzar el mínimo, lo que podría implicar la ocupación de terrenos o edificios y el uso de recursos por un tiempo definido sin que ello suponga la interrupción de la fluctuación de sus precios.

 

A cambio, proponen, sería posible o deseable conceder provisionalmente a los propietarios activos de otra naturaleza, al menos hasta que la catástrofe hubiera terminado y las personas refugiadas puedan decidir si desocupar la propiedad o costear su estancia en concepto de alquiler. Más aún, proponen que los residentes previos concedan algún tipo de préstamo a los refugiados con tasas de acuerdo a las características particulares de estos últimos, si acaso limitándolas en función de la severidad de las circunstancias. Con esos préstamos (deudas heredables), sería viable, según el autor, subastar las propiedades entre los refugiados, mientras que los propietarios estarían en condiciones de legar o vender sus nuevos activos (es decir, los títulos de propiedad y planes de devolución de tales préstamos) a especuladores para sacar beneficio de la crisis.

 

Desde nuestro punto de vista, lo anterior resultaría contrario a los principios que deberían inspirar cualquier sistema económico y político justo (esto es, la distribución entre todos los habitantes de viviendas de propiedad estatal con facultad para su uso personal indefinido —sobre todo para acabar de una vez con los privilegios de los bancos para embargar y vender inmuebles—, y el deber de trabajar por el bien común, sin discriminación y con derecho a aprender la lengua oficial como segundo idioma en cursos intensivos), como ya se ha podido comprobar en algunas de sus variantes durante distintas crisis de índole natural en EE.UU., donde la restitución de los medios de subsistencia con los que sus afectados contaban previamente se considera principalmente un asunto privado —se ha constatado que las promesas de programas de ayuda del estado a unos 5.100 inmigrantes indocumentados han resultado incumplidas, por ejemplo, en el caso del huracán Ida, con sólo 32 solicitantes beneficiarios de la ayuda y otros 53 pendientes de pago— condicionado por la voluntad solidaria de individuos que se presten a realizar actos puntuales de caridad o esfuerzos continuados por ayudar sin financiación pública de ninguna clase. 

Además, no podemos esperar que el estatus de estos refugiados llegue a cambiar, al menos en la medida en que la ausencia de los derechos asociados a la ciudadanía para quienes se instalan en el extranjero, por los motivos que sea, es perfectamente compatible con los mecanismos que rigen un mercado laboral caracterizado por el robo sistemático de la plusvalía por parte de los propietarios de los medios de producción, ya que cuanto más desvalorizado esté el trabajo de alguien en base a unos rasgos personales, como el sexo biológico o la etnia (objeto de discriminación por su pertenencia a un grupo históricamente oprimido), más fácil será rentabilizar la explotación salarial a la que se le haya sometido, al menos en comparación con quienes han puesto a disposición del capitalista de turno su tiempo sin compartir dichas características (en este caso, los hombres nacidos en el Estado donde se ha formalizado el contrato).

De esta forma, incluso durante la eventual puesta en marcha del programa sugerido por Holt (2021), nada nos invita a pensar que los abusos o excesos por parte de esos potenciales propietarios de inmuebles reblandecidos por la tragedia podrían evitarse sin corregir antes todas las deficiencias de un sistema que no basta con sólo reformar, pues estos últimos tendrían siempre la última palabra en cuanto a las condiciones del hipotético acuerdo (así sucede, por ejemplo, en plataformas como WorkAway, que, en muchos casos, sólo abre la puerta a infinidad de prerrogativas por parte de los hosts que prestan un trozo de su vivienda o establecimiento para residir temporalmente y, en el mejor de los casos, comida, a cambio de una variedad de servicios sin contrato que valga, incluso cuando ambas partes se encuentran, al menos sobre el papel, amparadas por los mismos textos legales, como puede suceder en el caso de dos o más ciudadanos europeos). 

V. Controversias y deshonestidad intelectual en la política medioambiental de las últimas décadas

Desde la firma de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en 1992 (en vigor desde 1994 y ratificada por los 197 países originales), a la que más tarde se le incorporaría el Protocolo de Kioto en 1997, la Conferencia de las Partes (COP, por sus siglas en inglés) ha constituido el organismo con mayor autoridad para tomar decisiones relevantes en pos del mantenimiento de los esfuerzos internacionales por «dar solución» (al menos hasta que las grandes fortunas —Elon Musk, Jeff Bezos, y compañía— puedan ordenar la construcción de una suntuosa residencia temporal administrada mediante inteligencia artificial en el espacio donde instalarse tras el colapso total que se cierne sobre la humanidad) a los inconvenientes asociados a los desenfrenos corporativos en materia ambiental, hallándose «consagrada» al examen de los nuevos descubrimientos científicos, la aplicación de las normas a nivel global, y los informes e inventarios de emisiones presentados por las partes en unas reuniones anuales que llevan celebrándose desde 1995.

 

Pues bien, de acuerdo con Huan Qingzhi (2017: 77-80), una de las bases fundamentales de dicha Convención lo constituye, en teoría, el principio de responsabilidad común, pero diferenciada, presuntamente útil para fomentar estrategias y regulaciones más justas de cooperación donde se tenga en cuenta la necesidad de desarrollo de los países del Sur Global. No obstante, dado que este instrumento no opera en un vacío, sino que es determinado directamente por el orden político y económico vigente a nivel internacional, las desavenencias en torno al régimen dual o sistema de dos carriles (ya se sabe, nada más injusto que tratar a todos por igual) —que debería servir para reconocer las disparidades mundiales subyacentes al dilema entre manos— han conllevado el fracaso de varias sesiones. Entre ellas, la de 2009, durante la cual Canadá, junto a otras naciones occidentales, se sustrajo del ámbito de aplicación de dicho mecanismo.

 

Ciertamente, debe resultar incómodo para las arrogantes potencias capitalistas reconocer que el estilo de vida de alto consumo (con todo lo que ello supone para el medioambiente y la salud pública, por mucho greenwashing que se esfuercen por promover para proteger su queridísimo mercado neoliberal) que han podido financiar y mantener gracias a las incursiones genocidas de su industria militar —increíblemente contaminante, dicho sea de paso— por los continentes más ricos en recursos, como anotamos al principio del presente artículo, es responsable del 92% de emisiones de CO2 (llegando EE.UU. a las 14 toneladas producidas por persona al año, mientras que en India sólo rozan las 1,8). En el caso de China, el incremento en sus emisiones de gases invernaderos derivan de la necesidad de garantizar unas condiciones materiales de vida mínimamente aceptables para toda su población, si acaso pudiendo achacársele —aunque a saber con qué autoridad moral— haberse convertido en la fábrica del mundo durante sus primeras décadas de mayor desarrollo industrial en un contexto de deslocalización —con lo que eso implica para la clase obrera en su totalidad— auspiciada por empresas transnacionales absolutamente depredadoras y sedientas de beneficios.

 

Por ello, la manera más simple de echar balones fuera ha consistido en el ejercicio de un control férreo sobre la narrativa hegemónica en torno a la cuestión climática, distorsionando los discursos institucionales para ajustarlos a la agenda supremacista de quienes se han autoproclamado eternos vencedores, siempre alternando entre la expropiación y la coerción en un juego donde sólo se admite la ley del más fuerte y la categoría derechos humanos no se contempla ya salvo en proclamas vacías. Una de las consecuencias de dicho abordaje es, ni más ni menos, el agravamiento y profundización de todas las jerarquías que configuran el orden mundial tal como lo hemos venido experimentando en los últimos siglos. Mientras los países posindustriales se dirigen hacia una generalización de la tecnología de bajas emisiones (low-carbon) en el mercado con miras, como de costumbre, a la ilimitada acumulación de capital, los países que aún no han atravesado las fases más avanzadas del modo de producción burgués serán calificados como insostenibles sin que llegue a producirse una transformación de las relaciones de poder que rigen la esfera internacional.

 

Ello, entre otras razones, debido a que se ha establecido que la transferencia de dicha tecnología dependerá de la adecuación de las  políticas de los países del Sur a los estándares diseñados por el Norte, a pesar de ser perfectamente conscientes de que los primeros jamás podrán seguir los pasos de los segundos a causa de la misma naturaleza del orden económico que nos subyuga, al necesitar sacrificar el bienestar del 85% de la población mundial para garantizar la comodidad del 15% restante. De hecho, en línea con lo que comentábamos varias líneas más arriba, una idea similar refiere Ulrich Brand con su concepto modo imperial de vida, de acuerdo al cual en Europa y Norteamérica, gracias a su posición privilegiada en cuanto a la adquisición de recursos naturales, el intercambio mercantil, el abuso del espacio atmosférico para contaminar impunemente, y la división internacional del trabajo, es posible gozar de un entorno natural de alta calidad y, a la vez, mantener unos estándares de vida superiores a los de las economías emergentes de forma totalmente excluyente, a la par que se instala en las mentes de las élites de estas últimas la ambición de llegar a emular algún día condiciones materiales de similar entidad, a pesar de resultar imposible librarse de las relaciones de dependencia que pusieron en marcha y siguen dando cuerda a un sistema, que, además, se funda sobre el binomio racismo-sexismo y ya no puede prescindir de él (pues, de lo contrario, ¿cómo podría justificarse semejante disparidad de derechos y oportunidades dependiendo del sexo y lugar de origen de cada individuo?)

 

Verdaderamente, el constructo ideológico del universalismo (del desarrollo y los programas de modernización exportados por Occidente) requiere y parte precisamente de la negación de la escala de esas mismas relaciones jerárquicas desde el inicio de la era colonial para perpetuarse como mito fundacional de nuestra civilización, aunque sea sólo uno más de entre todos los que figuran en el ámbito de la producción científica social (Brisman et al., 2018: 303). Así, los Estados tercermundistas jamás podrán gozar de las mismas facultades para asumir el liderazgo y proponer cambios realmente sustanciales o realizar sugerencias que reten la infra- y superestructura actual y sean tomadas en serio por sus contrapartes primermundistas

VI. Conclusiones

La dura realidad, al menos para los apologistas del neoliberalismo y sus inherentes contradicciones —que se emocionan pensando en los compromisos en papel mojado que los medios que manufacturan todas y cada una de sus opiniones les han asegurado que sus líderes cumplirán a rajatabla si el sector privado monopolista lo permite— es que el capitalismo es incapaz de entrañar sostenibilidad ecológica o social alguna, pues depende ineludiblemente de la explotación entre seres humanos y sobre la naturaleza, como ya hemos advertido, y parece estar muy lejos aún de dar un paso siquiera hacia la restricción del capital global y el afán incrementalista que inspira las directrices de la troika compuesta por el Banco Mundial, el FMI, y la OMC. Al fin y al cabo, tal y como acertadamente puntualiza Qingzhi (2017:82-89), poco sentido tendría que los Estados contemporáneos, caracterizados por unos altos niveles de injusticia y desigualdad domésticas, estuvieran por la labor de ponerse de acuerdo para rehuir los desequilibrios de poder en el ámbito internacional por medio de la adhesión a una guía acorde al socialismo universal que realmente precisa la Tierra para resistir a los males que la acucian a causa de la mirada cortoplacista de los psicópatas, electos o no, que nos gobiernan.

Notas a pie de página

¹ Con vía libre, por ejemplo, para dar rienda suelta a la descarga de desechos contaminantes en territorios estratégicos.

² Marx, K. (1992), “Quizá ustedes crean, caballeros, que la producción de café y azúcar es el destino natural de las Indias Occidentales. Dos siglos atrás, la naturaleza, que no se preocupaba por asuntos comerciales, no había plantado ni caña de azúcar ni árboles de café allí”. El Capital, Tomo I, Vol. 3. México: Siglo XXI Editores, pp. 941-942.

³ Perelman, M. (2003). Myths of the Market: Economics and the Environment. Organization & Environment, 16(2), pp. 199-202.

Referencias bibliográficas

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Brisman, A., South, N., & Walters, R. (2018). Climate apartheid and environmental refugees. In The Palgrave handbook of criminology and the global south (pp. 301-321). Palgrave Macmillan, Cham.
Dos meses después de tormenta Ida, solo 32 neoyorquinos indocumentados han recibido fondos de ayuda (citylimits.org)

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Holt, J. P. (2021). A Use of Nozick’s Notion of Catastrophe: The Distributive Justice Problem of Environmental Refugees. Academia Letters, 1061(1061).
No Cold War | Después de la COP26: El mundo necesita cooperación climática, no una nueva Guerra Fría

Qingzhi, H. (2017). Criticism of the Logic of the Ecological Imperialism of “Carbon Politics” and Its Transcendence. Social Sciences in China, 38(2), 76-94.
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